Llamamos enfermedad crónica a aquella que tiene una larga evolución y un final poco definido o inexistente. Los síntomas pueden manifestarse con diferente intensidad a lo largo del tiempo, pero sin llegar a desaparecer por completo de la persona que la padece.
De jóvenes estamos acostumbrados a sufrir enfermedades agudas que aparecen, frecuentemente, de forma brusca, y tras seguir su evolución natural, desaparecen sin dejar rastro. A medida que nuestra edad avanza es más frecuente que padezcamos enfermedades crónicas que aceleran ese “desgaste” que la edad ya ha iniciado en uno o varios aparatos de nuestro organismo.
España… sí es país para viejos
Nuestro país ha sufrido un envejecimiento progresivo en las últimas décadas que lo coloca entre los países más envejecidos del mundo.
Actualmente, uno de cada seis españoles tiene más de 65 años y está previsto que en 2020 la quinta parte de los ciudadanos de este país pertenezcan a este grupo. La esperanza de vida al nacer ya roza los 80 años (algo menos para los hombres y algo más para las mujeres).
Un hecho importante a destacar es lo que denominamos el “envejecimiento del envejecimiento”, es decir, que esas personas que superan los 65 años cada vez viven más tiempo y empiezan a constituir lo que denominamos cuarta edad, un grupo cada vez más numeroso de personas mayores de 80 años. Hoy en día, cuando llegamos a los 65 años, aún podemos esperar vivir 16 años más si somos hombres y 20 años si somos mujeres.
Hemos conseguido vivir más, pero no vivir mejor. La dura moneda que debemos pagar por hacernos cada vez más viejos es la de tener un mayor número de enfermedades, la mayoría de ellas crónicas, y que en un número importante de casos nos conducen a diferentes grados de invalidez y dependencia.
Nuestro país ha sufrido un envejecimiento progresivo en las últimas décadas que lo coloca entre los países más envejecidos del mundo.
Actualmente, uno de cada seis españoles tiene más de 65 años y está previsto que en 2020 la quinta parte de los ciudadanos de este país pertenezcan a este grupo. La esperanza de vida al nacer ya roza los 80 años (algo menos para los hombres y algo más para las mujeres).
Un hecho importante a destacar es lo que denominamos el “envejecimiento del envejecimiento”, es decir, que esas personas que superan los 65 años cada vez viven más tiempo y empiezan a constituir lo que denominamos cuarta edad, un grupo cada vez más numeroso de personas mayores de 80 años. Hoy en día, cuando llegamos a los 65 años, aún podemos esperar vivir 16 años más si somos hombres y 20 años si somos mujeres.
Hemos conseguido vivir más, pero no vivir mejor. La dura moneda que debemos pagar por hacernos cada vez más viejos es la de tener un mayor número de enfermedades, la mayoría de ellas crónicas, y que en un número importante de casos nos conducen a diferentes grados de invalidez y dependencia.
Envejecimiento y enfermedad
De todo lo anterior parece extraerse la inevitable conclusión de que el envejecimiento y la enfermedad son un matrimonio inevitable. Nada más lejos de la realidad. El envejecimiento es un proceso fisiológico que, en general, disminuye nuestra vitalidad y que reduce nuestra capacidad para hacer muchas de las cosas con la misma eficacia que lo hacíamos cuando éramos jóvenes, pero que no da lugar, por sí mismo, a la aparición de enfermedad. Es cierto que el “desgaste” impuesto por la edad nos hace más frágiles y susceptibles a muchos factores que ahora nos hacen enfermar, y que años atrás éramos capaces de superar sin ninguna dificultad. Podríamos decir que el envejecimiento nos coloca en ese equilibrio inestable capaz de romperse por causas cada vez menos importantes.
Por este motivo, aquello que hace enfermar una parte de nuestro cuerpo puede poner en marcha un “efecto dominó” que rompa ese equilibrio en otros muchos rincones de nuestro organismo. De forma simple podríamos decir que el joven enferma por partes y el anciano lo hace en todo su conjunto. Cualquier problema físico en una parte de nuestro organismo, no sólo puede afectar a otras regiones corporales, sino que puede influir en nuestro equilibrio psíquico, en nuestra capacidad para desarrollar una vida independiente, e incluso en nuestra relación con el entorno social y familiar.
En cualquier caso el envejecimiento nunca puede ser una coartada para justificar todos los achaques que se nos presenten al llegar a la vejez. Tener dolor, dificultad para movernos, malas digestiones, fatiga, escapes de orina o pérdidas de memoria que nos impidan hacer una vida independiente no es normal.
Es importante diferenciar la enfermedad de la vejez, ya que si achacamos todos nuestros males a la vejez, acabaremos por asumirlos como inevitables sin prestar ninguna batalla para hacerlos desaparecer. En sentido contrario, el desconocimiento de los cambios que acontecen en el envejecimiento normal pueden hacer que los interpretemos como algo anormal y nos lance a una cruzada, a día de hoy, imposible de ganar.
De todo lo anterior parece extraerse la inevitable conclusión de que el envejecimiento y la enfermedad son un matrimonio inevitable. Nada más lejos de la realidad. El envejecimiento es un proceso fisiológico que, en general, disminuye nuestra vitalidad y que reduce nuestra capacidad para hacer muchas de las cosas con la misma eficacia que lo hacíamos cuando éramos jóvenes, pero que no da lugar, por sí mismo, a la aparición de enfermedad. Es cierto que el “desgaste” impuesto por la edad nos hace más frágiles y susceptibles a muchos factores que ahora nos hacen enfermar, y que años atrás éramos capaces de superar sin ninguna dificultad. Podríamos decir que el envejecimiento nos coloca en ese equilibrio inestable capaz de romperse por causas cada vez menos importantes.
Por este motivo, aquello que hace enfermar una parte de nuestro cuerpo puede poner en marcha un “efecto dominó” que rompa ese equilibrio en otros muchos rincones de nuestro organismo. De forma simple podríamos decir que el joven enferma por partes y el anciano lo hace en todo su conjunto. Cualquier problema físico en una parte de nuestro organismo, no sólo puede afectar a otras regiones corporales, sino que puede influir en nuestro equilibrio psíquico, en nuestra capacidad para desarrollar una vida independiente, e incluso en nuestra relación con el entorno social y familiar.
En cualquier caso el envejecimiento nunca puede ser una coartada para justificar todos los achaques que se nos presenten al llegar a la vejez. Tener dolor, dificultad para movernos, malas digestiones, fatiga, escapes de orina o pérdidas de memoria que nos impidan hacer una vida independiente no es normal.
Es importante diferenciar la enfermedad de la vejez, ya que si achacamos todos nuestros males a la vejez, acabaremos por asumirlos como inevitables sin prestar ninguna batalla para hacerlos desaparecer. En sentido contrario, el desconocimiento de los cambios que acontecen en el envejecimiento normal pueden hacer que los interpretemos como algo anormal y nos lance a una cruzada, a día de hoy, imposible de ganar.
Camino hacia la cronicidad
Las enfermedades crónicas pueden afectar a la práctica totalidad de órganos y sistemas de nuestro cuerpo. Algunas de las enfermedades crónicas que padecemos con mayor frecuencia son la hipertensión arterial, la diabetes, la bronquitis crónica, la artrosis, la osteoporosis, el estreñimiento, etcétera.
A menudo, el “diploma de enfermo crónico” es un título que alcanzamos después de largos años de “estudio” que con frecuencia empiezan en nuestra juventud. En la mayoría de los casos estas enfermedades son el resultado de la actuación continuada, sin prisa, pero sin pausa, de lo que denominamos factores de riesgo. Estos factores, como su propio nombre indica, aumentan de forma importante el riesgo de que aparezca la enfermedad debido a su acción prolongada a lo largo del tiempo. Entre ellos podemos destacar el tabaco, el alcohol, la obesidad, el colesterol elevado en la sangre, la vida sedentaria… Algunas enfermedades también pueden constituirse en factores de riesgo de nuevos padecimientos: por ejemplo, la hipertensión o la diabetes son una causa importante que puede conducir a la aparición de angina de pecho, infartos de miocardio, accidentes cerebrovasculares (trombosis) o amputaciones.
En otras ocasiones, la aparición de enfermedades agudas de forma repetida debidas a la existencia de cierta predisposición por parte del enfermo, conducen a un deterioro progresivo de un órgano o aparato y a la aparición de la enfermedad crónica. Por ejemplo, los episodios repetidos de infección respiratoria pueden conducir a una insuficiencia respiratoria crónica o las insuficiencias renales agudas recurrentes, de diferente origen, puede conducir a un fracaso renal crónico.
Finalmente, algunas personas pueden tener una constitución genética que condicione la aparición de una enfermedad crónica (por ejemplo patologías crónicas neurodegenerativas, diabetes…).
Las enfermedades crónicas pueden afectar a la práctica totalidad de órganos y sistemas de nuestro cuerpo. Algunas de las enfermedades crónicas que padecemos con mayor frecuencia son la hipertensión arterial, la diabetes, la bronquitis crónica, la artrosis, la osteoporosis, el estreñimiento, etcétera.
A menudo, el “diploma de enfermo crónico” es un título que alcanzamos después de largos años de “estudio” que con frecuencia empiezan en nuestra juventud. En la mayoría de los casos estas enfermedades son el resultado de la actuación continuada, sin prisa, pero sin pausa, de lo que denominamos factores de riesgo. Estos factores, como su propio nombre indica, aumentan de forma importante el riesgo de que aparezca la enfermedad debido a su acción prolongada a lo largo del tiempo. Entre ellos podemos destacar el tabaco, el alcohol, la obesidad, el colesterol elevado en la sangre, la vida sedentaria… Algunas enfermedades también pueden constituirse en factores de riesgo de nuevos padecimientos: por ejemplo, la hipertensión o la diabetes son una causa importante que puede conducir a la aparición de angina de pecho, infartos de miocardio, accidentes cerebrovasculares (trombosis) o amputaciones.
En otras ocasiones, la aparición de enfermedades agudas de forma repetida debidas a la existencia de cierta predisposición por parte del enfermo, conducen a un deterioro progresivo de un órgano o aparato y a la aparición de la enfermedad crónica. Por ejemplo, los episodios repetidos de infección respiratoria pueden conducir a una insuficiencia respiratoria crónica o las insuficiencias renales agudas recurrentes, de diferente origen, puede conducir a un fracaso renal crónico.
Finalmente, algunas personas pueden tener una constitución genética que condicione la aparición de una enfermedad crónica (por ejemplo patologías crónicas neurodegenerativas, diabetes…).
A grandes males… grandes remedios
De todo lo anterior es fácil deducir que podemos hacer algo para prevenir las consecuencias de la enfermedad crónica.
La prevención puede realizarse a varios niveles: evitar que aparezca la enfermedad (prevención primaria), detectarla en sus fases iniciales, antes de que aparezcan síntomas (prevención secundaria) o evitar que la enfermedad ya desarrollada nos conduzca a la invalidez y la dependencia (prevención terciaria).
En el apartado de la prevención primaria debemos de intentar eliminar los factores de riesgo y modificar las situaciones que pueden dar lugar a accidentes.
Igualmente, seguiremos los consejos de vacunación que nos den en cada momento nuestros profesionales sanitarios.
La prevención secundaria tiene su principal aliado en los chequeos periódicos en los que se hacen pruebas para buscar las enfermedades más frecuentes y diagnosticarlas en fase muy precoz, antes de que “den la cara” (el cáncer de mama o de próstata…).
Cuando no hemos hecho bien los dos niveles de prevención anteriores, o en los casos en los que los esfuerzos por prevenir la enfermedad han resultado ineficaces, sólo nos queda intentar evitar que la enfermedad nos conduzca a la invalidez. En la prevención terciaria centraremos nuestros esfuerzos en la rehabilitación para intentar evitar la progresión de la enfermedad y disminuir el deterioro que ya ha ocasionado.
La lucha contra la enfermedad crónica debe empezar a librarse desde la juventud y que nunca es tarde para intentar aliviar su carga y sus severas consecuencias. Si empezamos a ver las enfermedades crónicas como algo evitable, quizás algún día podamos borrar la cara amarga de envejecimiento y empezar a disfrutar con verdadera calidad de esos años de vida.
De todo lo anterior es fácil deducir que podemos hacer algo para prevenir las consecuencias de la enfermedad crónica.
La prevención puede realizarse a varios niveles: evitar que aparezca la enfermedad (prevención primaria), detectarla en sus fases iniciales, antes de que aparezcan síntomas (prevención secundaria) o evitar que la enfermedad ya desarrollada nos conduzca a la invalidez y la dependencia (prevención terciaria).
En el apartado de la prevención primaria debemos de intentar eliminar los factores de riesgo y modificar las situaciones que pueden dar lugar a accidentes.
Igualmente, seguiremos los consejos de vacunación que nos den en cada momento nuestros profesionales sanitarios.
La prevención secundaria tiene su principal aliado en los chequeos periódicos en los que se hacen pruebas para buscar las enfermedades más frecuentes y diagnosticarlas en fase muy precoz, antes de que “den la cara” (el cáncer de mama o de próstata…).
Cuando no hemos hecho bien los dos niveles de prevención anteriores, o en los casos en los que los esfuerzos por prevenir la enfermedad han resultado ineficaces, sólo nos queda intentar evitar que la enfermedad nos conduzca a la invalidez. En la prevención terciaria centraremos nuestros esfuerzos en la rehabilitación para intentar evitar la progresión de la enfermedad y disminuir el deterioro que ya ha ocasionado.
La lucha contra la enfermedad crónica debe empezar a librarse desde la juventud y que nunca es tarde para intentar aliviar su carga y sus severas consecuencias. Si empezamos a ver las enfermedades crónicas como algo evitable, quizás algún día podamos borrar la cara amarga de envejecimiento y empezar a disfrutar con verdadera calidad de esos años de vida.
Consejos para vivir con una enfermedad crónica
- Evita o controla los factores de riesgo que pueden hacerte enfermar (tabaco, alcohol, colesterol, hipertensión…).
- Mantente activo y practica una vida sana a nivel físico y mental (come de todo y con moderación, camina, haz deporte, baila, lee, conversa, etcétera).
- Consulta a tu médico ante la presencia de síntomas persistentes (envejecer no tiene que ser sinónimo de padecer).
- Sigue los consejos de los profesionales sanitarios, ponte las vacunas recomendadas para tu edad y situación y realiza las pruebas y controles de salud que te indiquen.
- Cumple de forma escrupulosa los tratamientos que te prescriban. Si presentas cualquier efecto adverso o tienes alguna duda, consulta con tu médico antes de hacer cambios por tu cuenta.
- Infórmate sobre la enfermedad que padeces y consulta cualquier duda con los profesionales sanitarios.
- Conviértete en el protagonista del manejo de la enfermedad crónica, luchando activamente por evitar sus consecuencias.
Autor | : | Dr. José Luis Tobaruela González (Geriatra. Hospital Virgen de la Poveda. Villa del Prado. Madrid.) |
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